Un inofensivo hallazgo en el polvoriento ático de su abuela se tornó en una pesadilla. Una cerradura que cede sola, un contenido indescriptible. ¿Qué terrible verdad esperaba, celosamente guardada por generaciones?
Capítulo 1: El Polvo y el Presentimiento
Daniel Pérez, un joven de treinta y tantos años con una barba incipiente y ojos cansados, se enfrentaba a la ingrata tarea de vaciar el ático de su abuela, Elena, fallecida hacía apenas dos meses. Cada objeto, cubierto por una capa de polvo que parecía conservar los recuerdos, era un puñal silencioso en su corazón. La casa, un laberinto de pasillos estrechos y habitaciones cargadas de historia en el corazón del viejo Madrid, siempre había sido un lugar de consuelo. Pero el ático, oscuro y opresivo, era diferente. Un lugar donde el tiempo parecía haberse estancado décadas atrás, con muebles cubiertos por sábanas blancas que parecían fantasmas, y cajas apiladas hasta el techo.
Entre la maraña de cachivaches, bajo una pila de mantas ajadas y cajas de Navidad olvidadas, Daniel tropezó con un objeto que no recordaba haber visto jamás. Era un baúl de madera oscura, pesada y con herrajes de hierro ennegrecido por el tiempo. Su superficie estaba rayada y desgastada, con marcas que sugerían un viaje largo y accidentado a través de los años. No era un baúl cualquiera; emanaba una presencia silenciosa, casi ominosa. La madera olía a humedad, a viejo, a algo profundamente enterrado y olvidado. Una sensación extraña, un escalofrío que no tenía nada que ver con la fría brisa que se colaba por la ventana rota del ático, recorrió su espalda. Era el tipo de presentimiento que se ignora con una risa nerviosa, pero que se aferra con una tenacidad gélida.
Intentó moverlo, pero era increíblemente pesado, como si estuviera anclado al suelo por una fuerza invisible. La cerradura, compleja y ornamentada, era una obra de arte por sí misma, forjada en hierro fundido con intrincados dibujos que parecían una maraña de serpientes entrelazadas. Intentó abrirla con las llaves que había encontrado en el pequeño joyero de su abuela, pero ninguna encajaba. La frustración comenzaba a apoderarse de él. “¿Qué guardaría la abuela con tanto celo?”, murmuró para sí mismo. La curiosidad, una serpiente sibilante, empezó a enroscarse en su mente. Decidió que, si no podía abrirlo con una llave, lo forzaría. Buscó entre las herramientas que su abuelo solía guardar, una palanca, un martillo. Pero justo cuando sus dedos rozaron el frío metal de una ganzúa, sucedió.
Un crujido seco, como el sonido de un hueso rompiéndose en la quietud de la noche. Daniel se detuvo en seco, el corazón golpeándole contra las costillas. La cerradura del baúl, antes impenetrable, giró lentamente sobre sí misma, con un chirrido metálico que pareció resonar en todo el ático. No había forzado nada; no había tocado la cerradura. Simplemente se había abierto, como si una mano invisible, o una voluntad muy antigua, hubiera decidido que había llegado el momento. El pesado pestillo se deslizó hacia un lado con un suspiro audible, revelando un espacio oscuro y prometedor. Daniel se quedó inmóvil, el sudor frío perlaba su frente. La emoción que lo invadió no era de triunfo, sino de un pavor primario e inexplicable. ¿Qué secreto había estado tan bien guardado que la propia caja parecía rechazar ser forzada, eligiendo su propio momento para revelar su carga? Lentamente, con manos temblorosas, levantó la tapa pesada, preparándose para lo que sea que aguardaba dentro. El olor que emergió no era a polvo o a humedad, sino a algo más complejo, una mezcla de papel viejo, de hierbas secas y, extrañamente, a tierra mojada.
Capítulo 2: Las Páginas Susurrantes del Pasado Oscuro
Dentro del baúl, no había oro ni joyas, ni reliquias familiares que Daniel pudiera reconocer. En su lugar, encontró una colección de objetos extraños, envueltos en tela de lino amarillenta. Había un pequeño relicario de plata oxidada, una botella de cristal oscuro con un líquido denso y turbio, y lo más inquietante, un grueso diario encuadernado en cuero raído, con un cierre de metal que había cedido junto con la cerradura del baúl. La escritura en la portada era elegante pero casi ilegible por el paso del tiempo: